Hubo en tiempo en que escribíamos cartas, sí, esas cartas de amor, añoranza, separación o ruptura, cartas que anunciaban una feliz noticia, un nacimiento o un trabajo, noticias del familiar emigrante que estaba fuera, cartas del hijo que estaba en la mili y escribía a la madre para que le mandara unos chorizos o más dinero o que se carteaba con la novia que había dejado en la capital o en el pueblo.
Aquellos novios hasta perfumaban las cartas como si quisieran transmitir parte de su esencia y presencia al enamorado que estaba lejos.
Aquel cartero que nos las repartía formaba parte del barrio como un vecino más al que se esperaba con paciencia cada mañana, a la misma hora. ¿Ha pasado ya el cartero?, esa era una pregunta que se repetía a diario en las calles cuando alguien estaba esperando noticias de un familiar que vivía fuera.
El cartero era el vínculo que nos comunicaba con el exterior, él nos traía las cartas llenas de besos y promesas de los novios que se amaban en la distancia, el sobre con las noticias del hermano que estaba cumpliendo el servicio militar y que las madres leían en voz alta mientras lloraban su ausencia, aquel telegrama a deshoras que casi siempre presagiaba una mala noticia.
El cartero formaba parte de nuestras vidas, lo conocíamos por su nombre y él nos conocía a nosotros y cuando pasaba por nuestra casa en un día de lluvia, medio cubierto por aquellos rudimentarios impermeables oscuros, empapados hasta el alma, nuestras madres lo invitaban a sentarse bajo techo a ver si cesaba el chaparrón, y en verano, cuando iban dejando un rastro de sudor en su larga travesía del desierto, siempre había una vecina que le sacaba un vaso de agua fresca mientras le daba conversación.
Porque los carteros de antes vivían a la intemperie, siempre andando cargados con aquella enorme cartera de cuero que les dejaba maltrecha la columna.
La llegada del cartero era siempre una esperanza para todo el que esperaba recibir noticias de fuera y cuando pasaba sin dejarnos nada se nos quedaba un poso de tristeza descorazonador.
Aunque entonces se decía que entrar en Correos era una buena colocación, repartir era un trabajo muy duro, todavía no existían los códigos postales y tenían que saberse de memoria las calles por las que trabajaban para hacer la clasificación diaria de la correspondencia, tarea que en el argot del gremio se conocía como “tirar las cartas”, y aquellos carteros de aquel tiempo todavía ganaban sueldos muy estrechos, por lo que eran muchos los que tenían que pluriemplearse buscándose una ocupación para las tardes.
En la Navidad llegaba su felicitación para pedir el aguinaldo navideño.
Hoy día los buzones del portal, están casi huérfanos de cartas manuscritas y casi hasta de facturas, casi todas han pasado al formato electrónico, se convertían a menudo, y ante la falta de teléfono, en esa mágica puerta de entrada de mensajes y noticias de quienes tenías lejos, ahora además de publicidad están llenos de montones de soledades
Eran tiempos en que los niños escribíamos con lápiz, por aquello de borrar si nos equivocábamos, y claro que lo hacíamos, y los mayores con bolis, plumas o estilográficas. ¡Cuantas historias se escondían en aquellas cartas de antaño!.
¿Qué llevan ahora los carteros en sus grandes bolsas?, hoy día, apenas hay ya cartas personales, ni esas lejanas cartas de emigrantes, pero sin embargo se han disparado el número de certificaciones y notificaciones, cartas de bancos, así como paquetería.
En el recuerdo de aquellos carteros, los cuales eran desde luego, un instrumento de comunicación humana.
Y en especial para mi buen amigo
José María Chaparro "Chapi".
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