Aquellos panaderos que crecieron en ese pequeño universo de madrugadas y pan caliente, en aquellos inviernos lejanos que olían a la leña barata de los braseros que las mujeres encendían delante de cualquier puerta cuando caía la tarde, a la humedad que reventaba las paredes de las casas, al pozo negro de los patios que los basureros limpiaban una vez al mes, al humo denso del tabaco sin boquilla, al perfume que dejaba el anís de garrafón tempranero en los labios de los hombres.
Aquellos lugares de aquel tiempo olía a vida recién hecha, y sobre todo, a pan caliente, ese pan que fue el consuelo de los pobres cuando no había otra cosa para comer, un trozo de pan duro untado en aceite servía para poder irse a la cama con el estómago cubierto.
Mi buen amigo Enrique López con su carrito
de reparto en la Puerta del Toril de Badajoz
Mi buen amigo Martín Figueredo efectuando
su reparto por el barrio de la Picuriña
Llevaban el pan de puerta en puerta haciendo el reparto en un carrillo de tres ruedas, en una bicicleta o en un motocarro cuando el negocio iba prosperando y había que llegar lo antes posible a todos los rincones de la ciudad.
La costumbre de verlos, de solicitar sus servicios fue minando poco a poco y quizás, la indiferencia de las nuevas generaciones contribuye a su olvido y amenaza con sepultar los oficios, que los adultos sin duda recordamos quizás con un poquito de nostalgia.
Hoy nos queda esa mediocridad que asola al mundo panadero con barras industriales, pistolas insípidas, baguettes de aire, masa cruda… Simplemente la comodidad para hacer caja con la que no hay quien moje un huevo frito.
Me entristece que se pierdan ciertas técnicas, ciertos sabores añejos, y me gustaría que se resistieran a la industrialización de todo a cualquier precio, a la "modernidad" a toda costa.
¡VA POR ELLOS! en su recuerdo.
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